martes, febrero 21, 2006

Artículo sobre las buenas maneras o la moral de las apariencias

Gustavo Cataldo Sanguinetti de la Universidad Andrés Bello expone en su artículo titulado “Las buenas maneras o la moral de las apariencias”(pdf), la diferencia entre la cortesía, urbanidad, buenas maneras, frente a la moral y a la ética, usando como puntos de vista las teorías de Kant y de Schiller.

El resumen del artículo dice lo siguiente:
Los así denominados “tratados de buenas maneras” o “tratados de urbanidad” constituyen una forma del todo singular en el contexto de la literatura moral. Su especificidad estriba en su índole limítrofe: por una parte parecen promover valores propiamente estéticos y, por otra, morales. La pregunta que intenta responder este trabajo – al hilo de las estéticas de Kant y de Schiller- versa sobre del estatuto moral de las “bellas apariencias”: la moralidad de las bellas apariencias. Este problema es una de las posibles inflexiones de la pregunta por las relaciones entre el dominio ético y estético.

A continuación expongo algunos párrafos interesantes:

En el amplio dominio de lo que se puede denominar, genéricamente, como “literatura moral” – compendios, tratados, catecismos, etc.- destacan por su singularidad los así denominados “tratados de buenas maneras” o “tratados de urbanidad”. Su carácter singular estriba en su índole limítrofe y, en cierto modo, ambigua. Por lo pronto no se trata, propiamente, de escritos morales donde se establezcan, sin más, deberes o prescripciones cuyo contenido sea decisivamente ético. Estos tratados, como lo señala su nombre, están constituidos más bien por preceptos para la vida social y el buen trato entre los hombres. En la expresión “tratados de urbanidad” late, sin duda, la oposición entre las exigencias de la vida de ciudad y la vida campesina. De allí que la expresión “urbano” se emplee como equivalente de educado, cortés, civil, fino, correcto, y se oponga a rústico o grosero. Al mismo tiempo, es claro que en estos manuales, no obstante su carácter no estrictamente moral, existe una ostensible tesitura moral: decir de una persona que es cortés o urbana equivale tanto como a decir que es comedida o mesurada.
Por otra parte, lo que estos manuales de urbanidad prescriben no son tanto el comportamiento del hombre respecto de sí mismo, como el comportamiento respecto de otros hombres: de lo que se trata es de instituir una cierta “moral social”. Moral que, sin embargo, no dice tanta relación con las grandes normas de la vida social – justicia, solidaridad, generosidad, etc.-, como con cierto comportamiento externo en relación con los otros. La expresión “buenas maneras” ya resulta lo suficientemente indicativa. La “manera” o el “modo” señala cierta figura o forma exterior de algo. De allí también el sentido de “porte” o “modales” de una persona. La asociación de las “maneras” o el “modo” a cierta disciplina externa de la corporalidad y el correspondiente agrado o complacencia que procura en los otros, genera una relación evidente con valores propiamente estéticos. Y ello a tal punto que bien se puede afirmar que lo que los “manuales de urbanidad” prescriben es una cierta belleza de la moralidad.
Los así denominados “manuales de urbanidad” se remontan todos ellos, como a su paradigma e influencia más relevante, al tratado de Erasmo publicado en Basilea en el año 1530: De civilitate morum puerilium. Este texto, aparte de su extraordinario éxito y difusión en toda Europa en lengua latina, conoció muy pronto diversas traducciones y adaptaciones de toda índole. El texto de Erasmo inaugura un nuevo concepto de civilitas: la “civilidad” ya no representa el ordenamiento y el gobierno de la ciudad ni los hábitos o costumbres de una comunidad. Ciertamente el tratado de Erasmo se emparenta con los antiguos tratados de cortesía (politesse) y los tratados destinados a las artes de amar o agradar. Sin embargo, a diferencia de éstos el tratado de Erasmo no se dirige ya a un sector social determinado, sino a todo hombre que quiera ser educado para la vida social.
En los países americanos será sin duda el célebre Manual de urbanidad y buenas maneras del venezolano Manuel Antonio Carreño, el que tendrá mayor influencia y éxito.
Las prescripciones de estas obras abarcan una gama muy variada de situaciones: regulan la conducta en la mesa, los saludos, la relación con el otro sexo, el aseo, la vestimenta, el comportamiento en los paseos públicos, en los hoteles, en las reuniones sociales, en el templo, etc. Sin embargo, según es patente, lo que normalizan tales prescripciones, no obstante la variedad de situaciones referidas, es el comportamiento con relación a otros. De allí, como hemos dicho, su índole eminentemente social. No obstante esta ordenación, lo que allí se norma no alcanza a ingresar en un dominio claramente ético. Las reglas prescritas se quedan más bien en un terreno mucho más indeciso: el de las costumbres, los usos o rutinas peculiares de un dominio social e histórico preciso.
Exigir, por ejemplo, ciertos hábitos en la vestimenta o bien cierto comportamiento en la mesa, no parece exceder el ámbito de una costumbre más o menos idiosincrásica. No escupir, no poner los codos sobre la mesa, no comer con la boca abierta y en posición no erecta, no comenzar a comer antes que lo haga el anfitrión, no estrechar la mano con los guantes o el sombrero puesto, son costumbres todo lo importante que se quiera, pero respecto de las cuales sería difícil sostener una suerte de moralidad intrínseca. Más bien todos estos usos parecen más bien lindar con el ornato, la galanura, la elegancia o, en fin, las “bellas apariencias”, antes que con imperativos morales.
Sin embargo, precisamente lo que los tratados urbanidad reclaman es una cierta moralidad de las bellas apariencias. Cuál sea el fundamento y el sentido posible de una tal “moralidad de las bellas apariencias”, es el problema que nos interesa despejar. Este problema es una de las posibles modulaciones de la antigua –y sobre todo vigente- pregunta acerca de los nexos entre ética y estética.

Comencemos con un alcance acerca de la ambigüedad de la fórmula “moralidad de las bellas apariencias”. Esta ambigüedad, consignada por lo demás por los propios tratados de urbanidad, concierne en primer lugar al mismo vocablo “apariencia”. La expresión “apariencia”, en efecto, posee una doble connotación: puede significar el aspecto exterior de una persona o bien aquello que meramente parece, pero que no es.
Frente a esta declinación en lo puramente aparente, no puede sorprender la revalorización actual de lo natural o lo primitivo como símbolos adecuados de veracidad. La reivindicación de valores tales como la autenticidad, la franqueza, la sinceridad o la honestidad, constituyen así la protesta coherente a una moral convertida en simple estratagema social. No obstante lo anterior, es también claro que es posible otra acepción para la fórmula “moralidad de las bellas apariencias”. Esta acepción está ligada al otro sentido del término “apariencia”: apariencia no ya como lo que oculta o engaña, sino como lo que revela o muestra. La apariencia adquiere aquí un sentido claramente estético: se trata de una bella apariencia.
Ya Platón había circunscrito el problema de la belleza artística al problema de la imagen estética. Si bien es cierto que Platón reduce el arte bello a un “arte apariencial” y la imagen estética a la categoría del simulacro, también es cierto que con ello queda planteada, quizás por primera vez, la pregunta acerca del estatuto de la apariencia estética y su relación con la verdad. La depreciación platónica de imagen, en cuanto mero simulacro de la verdadera realidad (las ideas), no es sino el reverso negativo de un descubrimiento: el problema de la belleza se circunscribe a la pregunta por el estatuto de la imagen estética.

La Crítica del Juicio de Kant se concentra en definir el “juicio de gusto” frente a otros tipos de juicio y facultades. El deslinde del dominio de lo estético en relación con la facultad de conocer y de la facultad de desear, confiere a la representación estética un valor autónomo respecto de toda orientación lógica o práctica. La representación estética se caracteriza por su autosuficiencia y libertad. De allí que la relación entre la imaginación y el entendimiento no pueda sino ser definida como juego: la belleza se produce en el “libre juego” de las facultades.
Consideremos, por ejemplo, las formas cotidianas del saludo. Es evidente que decir “buenos días”, “hasta luego”, “hola ¿cómo estás?” o bien saludar con un determinado gesto corporal, nunca parecen exceder el marco del cumplimiento una simple “formalidad”. Quien exigiera “algo más” de dichas formas – como una correspondencia moral o una veracidad intrínseca- ciertamente no habría comprendido en nada los tácitos que rigen las rutinas cotidianas. En tales modos de la cortesía diaria no parece pues exigible una suerte de moralidad en sentido propio. Nadie podría alegar, por ejemplo, que alguien le miente o finge al desearle “buenos días” por el simple hecho que tal saludo no fue realizado con determinada intención. Más bien la “amabilidad” o “gentileza” social no parece rebasar la promoción de una cierta “apariencia agradable”. Si ello es así, a las urbanidades correspondería la misma independencia y libertad que a cualquier apariencia estética.
Lo decisivo sería aquí reconocer la emancipación de las “bellas apariencias” respecto de toda finalidad teórica o práctica: las urbanidades, finalmente, como toda apariencia verdaderamente estética, no se conformarían sino como una especie de libre juego de la apariencia social.
No obstante lo anterior, lo que las urbanidades también reclaman, es una cierta “moralidad de las bellas apariencias”. Solo que dicha moralidad, si queremos realmente mantener su valor estético, deberá poseer una condición derivada e indirecta. Esta condición moral derivada e indirecta de la belleza, Kant la expresa en la siguiente proposición: “lo bello es el símbolo del bien moral”
Esta orientación analógica de la belleza hacia lo “inteligible-moral”, se revela particularmente en la idea de libertad. La libertad es, al mismo tiempo, un principio estético y práctico.

En cambio Schiller se hace la siguiente pregunta: ‘¿hasta qué punto puede tener cabida la apariencia en el mundo moral?’, tendrá cabida en la medida en que sea apariencia estética, una apariencia que no pretenda sustituir la realidad, ni necesite que la realidad la sustituya. En este sentido, la apariencia nunca puede resultar peligrosa para la verdad moral y cuando resulte serlo es que no se trataba de una auténtica apariencia estética. “Sólo un hombre ajeno a las reglas del juego social (...) tomará las formulas de cortesía social (...) por muestras de afecto personal y, al descubrir la verdad, se lamentará de la hipocresía. Pero, del mismo modo, sólo un ignorante que no sepa comportarse en sociedad se servirá de la falsedad para resultar amable y llegará a adular para resultar agradable”. Sin embargo, la apariencia estética no sólo no resulta peligrosa, sino además mantiene una verdadera analogía con el mundo moral. La razón estética es ciertamente distinta de la razón práctica, pero se constituye en analogía con ésta. Esta semejanza concierne en primer lugar al principio de autodeterminación o libertad, propio de la razón práctica. Es por esta analogía con la libertad que Schiller define la belleza como “libertad en la apariencia”. Es gracias a esta concordancia analógica entre la racionalidad estética y la racionalidad práctica que la belleza cumple finalmente una cierta función moral. Esta es la razón por la cual para Schiller el estadio estético es el paso y el acceso obligado al mundo moral.
La verdadera tarea formativa reside, por consiguiente, en la educación estética del hombre. Las urbanidades, como toda apariencia estética, elevan al hombre sobre la mera pasividad de la sensibilidad hacia el mundo de la “libertad en la apariencia”; verdadero confín y anuncio de la libertad moral. Frente a los reproches de hipocresía o descuido de la esencia a favor de lo aparente, Schiller no duda en reivindicar el valor moral de las bellas apariencias. Lo que hay que temer no es tanto que la apariencia perjudique a la realidad, sino que la realidad perjudique a la apariencia. En lo se refiere a las bellas apariencias, a las buenas y honradas maneras, el primado de la realidad puede que no represente, finalmente, sino la hegemonía de la vulgaridad y la indigencia.


Artículo sobre Sociabilidad y buenos modales

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